Ha sucedido esta mañana, serían las diez y media o, como mucho, las once. Regresaba a casa después de mi paseo. Las sombras de la calle comenzaban a menguar y el sol hacía escala hacia el punto más álgido del cielo. Esta es la hora en la que los deportistas regresan a casa y los habituales salen a la calle a realizar sus labores matinales. Mi posición era la de un deportista, pero no crean que siento algún interés por el deporte; hace unas pocas semanas que he decidido a cuidar mi salud con el ejercicio. Mens sana in corpore sano.
—¿Ónde vamo?
Solo un niño, un bebé, hablaría
con esa gracia natural, comiéndose las letras adecuadas para añadir ternura sin
sacrificar la comprensión de la oración. Giré la cabeza hacia el
pequeño individuo que había realizado la pregunta. El bebé tendría dos años y meses.
La madre (supongo que sería la madre), una joven muchacha, llevaba al bebé en uno
de esos carritos fabricados para niños mayorcitos. La alegría de la estampa familiar
desapareció cuando el bebé repitió la pregunta a la vez que golpeaba el
reposabrazos de su asiento. Su voz no era la de un infante, sino la de un adulto
con las cuerdas vocales cansadas.
—¿Ónde vamo?
La madre hizo caso omiso. Era muy
joven. Muy, pero que muy joven.
—Ónde vamo.
El bebé parecía haber olvidado a entonar la interrogación.
La mujer caminaba con paso sonámbulo sin hacer caso de las insistencia de su hijo.
—Ónde vamo, coño.
Les mentiría si les dijera que no quise asaltar al bebé, decirle todo aquello que su progenitora le debería haber dicho por haber pronunciado tal infame palabra y, si era necesario, darle una llamada de atención, una palmada en la boca o un tirón de orejas. La madre, sin embargo, siguió en su constante, sin alterar lo más mínimo las facciones de su rostro ni la velocidad del paseo. Parecía que no fuera la primera vez que el niño pronunciaba la palabra ni tampoco sería la última. La habría escuchado en casa, quizás de su padre, durante una alterada discusión de pareja. Si fuera así, el pequeño no se confundido con el tono de pregunta, sino que, en su corta edad, conocía la sutil diferencia entre la pregunta amable y la inquisidora, la que se dice cuando se espera silencio de la otra persona.
¿Si consiente que su
hijo le hable así, qué más le consentirá? Hice la misma
pregunta modificando la componente del nombre. ¿Qué le consiente a su marido?
Me fijé en sus brazos, no pude evitarlo, busqué cardenales, marcas en las
manos. A simple vista y a diez metros de distancia, no pude apreciar ningún signo de violencia. Eso
no demostraba nada. Es bien sabido que los hombres preferimos las piernas bonitas. Por desgracia, mi análisis termina en este punto. La
mujer vestía con un vestido largo veraniego. La zona que las manos masculinas
aprietan y retuercen estaba cubierta.
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